domingo, 7 de noviembre de 2021

Sabandija.

Era verano? Primavera? Sólo sé que un sol radiante lo cubría todo. Era un glorioso fin de semana en el campo.

Allí íbamos con el que era mi chico. La finca de su abuelo en las afueras, bien afueras, de Buenos Aires. Su padre era el encargado del tambo.

Luego de casi tres horas de viaje, ahí estábamos.

Una llanura verde con olor a vida detrás de la tranquera se abría ante mis ojos. Nos recibieron los perros con su ladridos conocidos y sus rabos en danza a la espera de nuestras caricias.

Yo miraba buscándola.Y allí estaba. La Sabandija, una yegua percherona. Alta, enorme, marrón. Su cabeza se erguía entre elegante y orgullosa, y una mancha blanca a lo largo de su hocico endulzaba sus facciones. Largas crines renegridas se ofrecían sobre sus ojos saltones y profundos. Su mirada firme pero tierna.
Torso robusto. Patas fuertes, como para soportar su peso y el del jinete, con cascos amplios y grises. Una cola lanuda, igual de oscura, casi le llegaba al suelo.
Me acerqué lentamente. Me saludó con su relincho de bienvenida. Reposé mi cabeza mientras abrazaba su cuello. Sentí que me invitaba a montarla. Cuántas ganas tenía.

Juntas nos fuimos, primero a paso lento y luego a todo galope, a disfrutar del día.

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