lunes, 25 de octubre de 2021

Remedios.

Mi abuela no era de palabras. Era de hacer, hacer, hacer. De hecho, no sabía leer ni escribir. Fue madre soltera a principios del  siglo pasado, que era mucho hacer. Se subió a un barco. Y después de quien sabe cuántos días y sus noches, con sus compañeros de travesía en una tercera o  cuarta clase (que es la clase en donde viajaban los pobres), y en los que debió haber pasado frío y hambre, llegó al puerto de Buenos Aires para iniciar una nueva vida. Nunca dijo nada de todo esto. Ni porque se fue de su aldea, un perdido pueblo allí por Lugo, al que nunca más vería.                      Cuenta un vecino del pueblo, al que conocían por Mr músculo, que la recordaba correr por sus campos, riendo feliz de la mano del que era su hombre, un fontanero bretones. Hasta conoció el fruto de ese amor, una niña, mi madre.                                                                  Una vez que se marchó supusieron  que habían partido juntos, ya que a él no volvieron a verle. Según este aldeano, así actuaban las  parejas que pasaban por lo mismo. Dejaban al hijo con la familia y una vez ubicados en  el nuevo país, los mandaban buscar. Aparentemente así era más fácil instalarse y tramitar el reencuentro para cualquier pareja de inmigrantes. Pero no fue su caso. Nunca conocí a mi abuelo biológico.                                                                  Se habrán subido a barcos distintos?                                                                                          Parece ser que esto era bastante más habitual de lo esperado.

Jamás se supo. Jamás lo dijo.

Mi abuela Remedios no era de palabras. Era de hacer.                                                                              La recuerdo ensimismada en la cocina, cocinando para su pequeña familia.    Tejiendo incansable abrigos preciosos que nos calentaban en los días de invierno. 

Años después de su llegada,  se casó con otro gallego, de Ourense, éste, que había llegado huyendo de la guerra contra Marruecos. Y él, además, adoptó a su hija.

Mi abuela no era de palabras.

Hizo de ese hombre mi abuelo, tan de risas y panderetas. De cantos y jotas, al que adoré desde el alma y con todo mi corazón.                                                                                                                          Cuando me enteré parcialmente de esta historia, mi abuela ya no vivía.                          

Mi abuela no era de palabras.

Hizo de la muerte el lugar de las palabras y de su historia nunca dicha.