lunes, 6 de diciembre de 2021

Tonos.

Los últimos meses habían sido de un blanco y negro gélido. Su alma no podía salir de ahí. La única ilusión que iba y venía era la fantasía de unas nuevas vacaciones como las que había tenido hacía unos años con sus amigos tan queridos. 

De repente, en esa ilusión, el telón comenzó a correrse y detrás apareció en escena Cinque Terre, esas costas de la riviera italiana sobre el mar de Liguria.

Comenzó a descubrir los azules intensos sobre los que se dejaban reposar barcos turísticos, barcas de pescadores...

Recordaba las excursiones que planeó con ellos, montándose en La Spezia a uno para descubrir sus costas.

Altas rocas entre marrones y negras por donde brotaba una verde vegetación. Y como emergiendo de la nada, casitas casi esculpidas entre tanta belleza dando señales de seres humanos habitando esos lugares tan escarpados.

Escucha como en sueños el ruido de las olas que impregnan de blanca espuma tanto costas como embarcaciones. El sonido romántico del hablar de las personas en distintos idiomas, los clicks de las cámaras plateadas cansadas de inmortalizar esos recuerdos.

Su sueño había teñido de colores vivos y vívidos su imagen triste del comienzo.

Tal vez pronto, se dijo, pudieran nuevamente encontrarse y abrazarse para compartir hermosos momentos juntos llenos de color, calor y vida.

 

 

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Salón de manos.

Se estaba acercando la Navidad.

Tenía cita. La estarían esperando.

En la entrada del escaparate una minúscula planta de Pascua tímidamente invitaba a la celebración. Como contrapartida en una esquina del local un inmenso árbol con bolas color fresa y luces bien brillantes adornaba el espacio. En la cúspide una estrella igual de enorme equilibraba la pomposidad.

Había ido a lo de Mar para que le hiciera la manicura acorde con la fecha.  Unas uñas de un Ferrari rabioso con algunos dibujos en purpurina.  Todas en el lugar estaban predestinadas a esmaltar tanto manos como pies en conmemoración. Así lo imponía la moda.

Una vez finalizada la sesión, se encaminó a abonar lo que debía. Pensó que esos días, y habiendo visto todo con tanta opulencia, el importe del servicio sería carísimo. Se acercó al mostrador donde la esperaba la cajera con una gran sonrisa color frambuesa. Hizo la cuenta y le dijo: son 40€. ¡Sí que resultaba excesivo el importe! - pensó.  Intentó que no se notará que se había incendiado de ira. Sacó la tarjeta y se dispuso al pago.

Su inconsciente le falló. Sacó la tarjeta del abono transporte. La chica la miró como preguntándole si le estaba tomando el pelo. Le rió alocadamente, asintiendo. La guardó y sacó un billete de 50€ y pagó. Saludó a todas, y huyó raudamente por la vergüenza que pronto se le pasó. Llegó a su casa y admiró su planta de Pascua extremadamente más bonita que esa escuálida y cutre que aparecía en el salón de manicura. 

Girasoles.

Era su primera clase de pintura. Ya tenía algo de nociones autogestionadas en soledad, pero necesitaba o más bien, le habían prescripto abrirse al mundo social.

Abrió la puerta del taller y se encontró con varios personajes. Si no parecían seres humanos comunes y corrientes. Todos llevaban batas amarillas con sus respectivos sombreros adornados con un girasol sonriente.

Pensó: “¿estaré soñando? ¿Esto es una alucinación?”

El profesor vio su cara y sus ojos desorbitados. Se acercó y se presentó. Era Pedro, un artista bastante reconocido por estrafalario y extravagante pero, con dotes muy creativos. Les presentó a sus compañeros que la saludaron juntando sus manos en tono Buda y la miraron recorriendo su figura de arriba abajo. Ella dijo su nombre. “Soy Ana”.

La mesa era enorme de unos 4 metros por 2... No había caballetes.

Pedro emitió la consigna, y... ¡Hala!... A pintar.

Ella eligió aguadas con las que estaba bastante familiarizada. Cogió agua, empapó el papel para acuarelear su imaginación. Sólo tenían un color. Sabía que con más o menos cantidad de agua se trazaría una imagen tenue o tremendamente potente. Cerró los ojos, y ¡su pincel comenzó a bailar escuchando el repiqueteo de los tambores que había visto antes de entrar a clase! Un poco de amarillo por aquí y bastante más por allá. 

Pedro la miraba extasiado. No entendía lo que estaba haciendo aunque algo se estaba gestando en ese papel. El ritmo seguía a intensidades que ella desconocía. No podía parar. Luego de un tiempo que le pareció eterno, abrió los ojos y allí estaba. Una pareja de derviches dorados sugerían girar y girar sin marearse.

La escena se detuvo. Los tambores dejaron de sonar. Parecía embriagada por un vino que no había bebido, pero que le hacía sentirse flotar y flotar. 

Sus colegas amarillos la miraron, sus girasoles la saludaron. Y ella entendió que había hallado su espacio tan loco y cercano como su propia mente.