Era su primera clase de pintura. Ya tenía algo de nociones autogestionadas
en soledad, pero necesitaba o más bien, le habían prescripto abrirse al
mundo social.
Abrió la puerta del taller y se encontró con varios personajes. Si no
parecían seres humanos comunes y corrientes. Todos llevaban batas amarillas con
sus respectivos sombreros adornados con un girasol sonriente.
Pensó: “¿estaré soñando? ¿Esto es una alucinación?”
El profesor vio su cara y sus ojos desorbitados. Se acercó y se presentó.
Era Pedro, un artista bastante reconocido por estrafalario y extravagante pero,
con dotes muy creativos. Les presentó a sus compañeros que la saludaron juntando
sus manos en tono Buda y la miraron recorriendo su figura de arriba abajo. Ella
dijo su nombre. “Soy Ana”.
La mesa era enorme de unos 4 metros por 2... No había caballetes.
Pedro emitió la consigna, y... ¡Hala!... A pintar.
Ella eligió aguadas con las que estaba bastante familiarizada. Cogió agua,
empapó el papel para acuarelear su imaginación. Sólo tenían un color. Sabía que
con más o menos cantidad de agua se trazaría una imagen tenue o tremendamente
potente. Cerró los ojos, y ¡su pincel comenzó a bailar escuchando el repiqueteo
de los tambores que había visto antes de entrar a clase! Un poco de amarillo
por aquí y bastante más por allá.
Pedro la miraba extasiado. No entendía lo que estaba haciendo aunque algo
se estaba gestando en ese papel. El ritmo seguía a intensidades que ella
desconocía. No podía parar. Luego de un tiempo que le pareció eterno, abrió los
ojos y allí estaba. Una pareja de derviches dorados sugerían girar y girar sin
marearse.
La escena se detuvo. Los tambores dejaron de sonar. Parecía embriagada por
un vino que no había bebido, pero que le hacía sentirse flotar y
flotar.
Sus colegas amarillos la miraron, sus girasoles la saludaron. Y ella
entendió que había hallado su espacio tan loco y cercano como su propia mente.
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