lunes, 6 de diciembre de 2021

Girasoles.

Era su primera clase de pintura. Ya tenía algo de nociones autogestionadas en soledad, pero necesitaba o más bien, le habían prescripto abrirse al mundo social.

Abrió la puerta del taller y se encontró con varios personajes. Si no parecían seres humanos comunes y corrientes. Todos llevaban batas amarillas con sus respectivos sombreros adornados con un girasol sonriente.

Pensó: “¿estaré soñando? ¿Esto es una alucinación?”

El profesor vio su cara y sus ojos desorbitados. Se acercó y se presentó. Era Pedro, un artista bastante reconocido por estrafalario y extravagante pero, con dotes muy creativos. Les presentó a sus compañeros que la saludaron juntando sus manos en tono Buda y la miraron recorriendo su figura de arriba abajo. Ella dijo su nombre. “Soy Ana”.

La mesa era enorme de unos 4 metros por 2... No había caballetes.

Pedro emitió la consigna, y... ¡Hala!... A pintar.

Ella eligió aguadas con las que estaba bastante familiarizada. Cogió agua, empapó el papel para acuarelear su imaginación. Sólo tenían un color. Sabía que con más o menos cantidad de agua se trazaría una imagen tenue o tremendamente potente. Cerró los ojos, y ¡su pincel comenzó a bailar escuchando el repiqueteo de los tambores que había visto antes de entrar a clase! Un poco de amarillo por aquí y bastante más por allá. 

Pedro la miraba extasiado. No entendía lo que estaba haciendo aunque algo se estaba gestando en ese papel. El ritmo seguía a intensidades que ella desconocía. No podía parar. Luego de un tiempo que le pareció eterno, abrió los ojos y allí estaba. Una pareja de derviches dorados sugerían girar y girar sin marearse.

La escena se detuvo. Los tambores dejaron de sonar. Parecía embriagada por un vino que no había bebido, pero que le hacía sentirse flotar y flotar. 

Sus colegas amarillos la miraron, sus girasoles la saludaron. Y ella entendió que había hallado su espacio tan loco y cercano como su propia mente.

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