Era otra húmeda mañana de un agosto caluroso.
Se levantó cansada y con dolor de cabeza. Había pasado mala noche.
Decide como cada día servirse una taza fresca de limonada e ir a sentarse
en el portal de su cabaña. Los ojos se le cierran. Está agotada. Sin percatarse
de casi nada, se encuentra escuchando la brisa de los árboles y el trinar de
los pájaros, los mismos que se posan en su jardín a picotear en el césped.
Desde lejos una cacatúa saluda al sol y el resto de las aves parecen formar una
orquesta que la envuelve. Mira a su alrededor y sólo ve árboles altos, muy
altos y algunas palmeras esparcidas hacia el este.
Anoche han discutido y él se marchó dejándola sola y sin excusas.
Estaba emparejada, mal emparejada mejor dicho, con el encargado de
la plantación, que se encargaba de todo lo referente a los gastos, los
empleados, la siembra. Casi todo. Es lo que él le hacía creer al dueño del
lugar con el que ya había tenido alguna discusión. Todos sabían que era ella la
que dirigía la batuta. Pero en esa sociedad machista no había opciones para que
una mujer lo hiciera.
Está agobiada imaginando cual será su futuro.
Desea no volver a verlo, pero sabe que ha perdido todo, su vida, su trabajo,
su sentido.
Ve que se acerca una bicicleta. Es el cartero. Se saludan amablemente. Él le
entrega un sobre. El remitente es del dueño de la casa.
La abre y... ¡Su cefalea desaparece y se siente viva otra vez!
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